Artes escénicas

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La Tirana y la Virgen volcánica

Miro con ojos de local. Mi familia es iquiqueña y el ambiente tiraneño se siente como casa. He pasado por el pequeño pueblo pampino cada año desde que tengo recuerdos. Llevo el desierto como infancia y la música andina como raíz y parte del ADN. Es tercera vez que asisto a la fiesta de La Tirana y la Virgen del Carmen y siempre mis sentidos se posan sobre algo distinto. Siempre algo es nuevo, algo me sorprende. Y siempre me pregunto ¿por qué subimos el cerro para llegar a este desierto? Algo nos impulsa a confluir, desde el mar y desde la montaña, en el lugar más inhóspito del planeta y constituir una masa de 300 mil personas donde normalmente hay ochocientas. En este paso por la fiesta más importante de Tarapacá, no encontré una explicación causal (probablemente no exista), pero pude experimentar el anhelo de la conexión entre el cielo y la tierra que impulsa a tantos humanos a bailar, tocar y cantar en el frío y en el sol por más de 48 horas y cómo ese anhelo, que es ancestral, convierte lo católico en pagano y a la virgen en montaña.

«La sensación es de agradecimiento, de cercanía con un padre terrenal, un señor que sacrificó todo por servir a los demás, como lo hacen las personas que luchan cada día por vivir en Chile y que ruegan por un mejor pasar al santo que es padre del mismísimo Jesucristo.»

No tengo los conocimientos teóricos para profundizar en los símbolos del sincretismo evidente que compone toda celebración andina vinculada con algún santo católico. Sí puedo recordar brevemente que este subcontinente es profundamente mariano, dada la vinculación que se hizo explícita, desde la conquista española, entre la Virgen Madre y la Pachamama. Y no queda duda, al subir a La Tirana, de que esta fiesta es de esa madre, la de Cristo y la de todas las cosas vivas. Sería ingenuo afirmar que hay un paganismo oculto tras tanta devoción a María, pero no porque no lo haya, sino que porque no está oculto y forma parte de la manera de ser católico en estas tierras. Lo que encontré en esta ocasión en la fiesta, fue el poder transformador del rito y de la música en medio de la actividad más tradicional de todas, la procesión.

A las tres de la tarde del 16 de julio se inicia la procesión de los santos desde la iglesia de La Tirana. En la plaza espera la multitud, no solo de personas, sino de anhelos y mandas, pagadas y por pagar, hechas a San José, a Jesús Nazareno, a la Carmelita, las figuras que saldrán a encontrarse con su pueblo.  A esa hora, buscando sombra, me posicioné cerca de la puerta de la iglesia, a su lado izquierdo, mirando de costado el momento de salida de las imágenes. No sabía bien lo que iba a pasar. Lo primero que se escucha, desde dentro del templo, es el canto de muchas voces acompañadas de bombos y redoblantes, una melodía emotiva que aún no se traduce en palabras. Luego se oye la respuesta de los vientos, remedando lo cantado, dando paso a la siguiente repetición: “oh, mi San José, bendito rayo de luz. Humilde carpintero, fuiste el padre de Jesús”. Poco a poco se puede ver a quienes cantan. Son cientos de gitanos, con pañoletas y panderos, que repiten el coro mientras caminan hacia atrás, de espaldas a la plaza y mirando de frente al Santo. Se canta el coro y luego una parte de la vida de San José, a lo que nuevamente responden los vientos en un loop infinito que no para hasta que finalmente se ve salir de la iglesia a la imagen sagrada. Lo preceden challas y globos de color verde, como su ropa. San José es el primero en salir en andas a la plaza entre gritos y cantos que lo alaban como el más humano de la sagrada familia. La sensación es de agradecimiento, de cercanía con un padre terrenal, un señor que sacrificó todo por servir a los demás, como lo hacen las personas que luchan cada día por vivir en Chile y que ruegan por un mejor pasar al santo que es padre del mismísimo Jesucristo. San José es acogedor, su música es alegre y cotidiana. Lo miro pasar compartiendo la emoción y el cariño de sus devotos.

Detrás de San José, viene Jesús Nazareno. Su música es oscura y no tiene un coro en repetición, sino que cada estrofa es distinta a la anterior. Habla del pecado, del arrepentimiento, de los sufrimientos y del perdón, al ritmo de un vals donde prima el trombón y el redoblante. Su color es el morado y lo llevan en la ropa los gitanos que cantan con inflexiones de la voz que estremecen por su crudeza. Levantan los panderos cada vez que los vientos hacen eco de la melodía de la voz. Y la figura de Jesús es la más grande, carga una cruz, sangra, mientras navega como barco ebrio entre la gente. No es cercano como José, sino divino, hombre-dios muriendo en su forma humana para ser eterno y siempre poderoso.

«A La Tirana llegan todos y todas a renacer luego de haber agradecido y pagado su manda respectiva. Ahora bailan en la plaza, ahora se mezclan las tres figuras, los tres distintos pregones de estos personajes que dejan su escenario sagrado para hundirse en lo profano y contar su historia familiar»

Pero lo más inesperado vino con la Chinita, la Virgen del Carmen de La Tirana, la imagen más sagrada del templo y razón de ser de toda la festividad. De la iglesia ya no brotan cantos, ni redobles, ni bronces. El sonido que la acompaña es atonal y agudo, muy parecido al de una puerta de metal oxidado que se abre y cruje. Pero es rítmico. Proviene de cientos de flautas andinas que suenan a un dudoso unísono. Un soplido, luego otro. Solo dos sonidos, dos notas que no tienen relación entre ellas más que la de seguirse la una a la otra. Es tétrico, como si la tierra emitiera una música completamente contraria a lo celestial. Los soplidos de las flautas de los devotos que miran a la Virgen mientras caminan hacia atrás, son como cuerdas que la tiran de las ropas hacia abajo, hacia el suelo seco de sol. La Carmelita emerge del templo entre globos cafés y blancos, sus característicos colores. Su pregón no tiene palabras ni melodía, es tierra que emite sonido. Y ella, como un cerro isla alto entre las raíces de viento, es más que montaña, es volcán. ¡Por supuesto que es volcán! Fuerza renovadora y creadora de nueva corteza terrestre. Conexión entre la tierra y el cielo. El epicentro, donde confluyen dos placas tectónicas, una del mar y una de la cordillera. A La Tirana llegan todos y todas a renacer luego de haber agradecido y pagado su manda respectiva. Ahora bailan en la plaza, ahora se mezclan las tres figuras, los tres distintos pregones de estos personajes que dejan su escenario sagrado para hundirse en lo profano y contar su historia familiar.

«La experiencia religiosa que se vive en La Tirana pertenece a la cosmovisión andina, no a la occidental cristiana. Y eso nos da a todos, incluso a quienes ni siquiera contamos con el sacramento bautismal, la sensación de completitud y renovación que nos permite seguir viviendo, sabiendo que pronto volveremos a renovar ese pacto cíclico con el mundo»

Creo que entendí por qué subimos el cerro a freírnos bajo el sol. Es por esa extraña trampa que tendieron los desérticos ancestros que dejaron anclada la figura maternal más importante de la fe católica a la tierra, sin que los evangelizadores se dieran cuenta. Ellos sí querían conectar con el cielo, no hay duda. Por eso hay bailes con saltos, pero también hay bailes que bajan al inframundo. Lo mismo ocurre con la música que mueve a la Sagrada Familia. En ella también aparece lo tripartito: el aquí con San José, lo divino con el Nazareno y lo profundo del centro terrestre con la Reina del Tamarugal, que es al mismo tiempo fondo y conexión axial de los tres planos. La experiencia religiosa que se vive en La Tirana pertenece a la cosmovisión andina, no a la occidental cristiana. Y eso nos da a todos, incluso a quienes ni siquiera contamos con el sacramento bautismal, la sensación de completitud y renovación que nos permite seguir viviendo, sabiendo que pronto volveremos a renovar ese pacto cíclico con el mundo.

En esta visita me conformé con la procesión. Pronto, antes de toparme con miles de personas bajando de la pampa, volví a Iquique, donde todo seguía su curso bajo las nubes, como corresponde al invierno. Entendí entonces que no hay mejor lugar para inventar de nuevo el mundo que en un ambiente donde nada cambia, donde todo es siempre café y celeste, con un sol abrasador de día y un frío glacial de noche. Y donde se sabe que nada cambiará, que no habrá estaciones del año, ni lluvias, ni noches sin estrellas. Allí bailarán de nuevo miles y miles, cada 16 de julio, rindiendo homenaje a la Chinita del Tamarugal, la Virgen volcánica que acompaña a un pueblo que se niega a vender su espíritu andino, tarapaqueño y original.

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