Ginés de Sepúlveda argumentaba que la guerra contra los indígenas era un derecho natural que se justificaba por la inferioridad de estos frente a los españoles. Desde entonces siempre se ha legitimado la agresión colonial en base a la inferioridad del pueblo invadido, idea que se mantiene hasta el presente. En el siglo XVI se les llamaba animales, en el siglo XIX bárbaros y en el siglo XX se les comenzó a llamar terroristas. Tanto al palestino como al mapuche que resiste, se les llama terroristas por igual.
Condenar “sin peros” el ataque de Hamas: así reza el mantra de la doble moral occidental que debe pasar cualquier defensor de la causa palestina. Esta mera condena pone la responsabilidad de la guerra en el pueblo ocupado, olvidando que el asentamiento colonial del Estado de Israel es el origen de la violencia que hoy se despliega en la franja de Gaza, y cuya legitimación tanto por las autoridades políticas israelíes como estadounidenses y europeas se mantiene dentro del mismo horizonte discursivo planteado por Ginés de Sepúlveda cinco siglos atrás, cuando Nuestra América era arrasada por la brutalidad del genocidio español.
Para ocupar las tierras palestinas el Estado de Israel ha utilizado diversos mecanismos como las expropiaciones ilegítimas, la destrucción de casas, barrios y aldeas completas, buscando la expoliación total del territorio sobre el cual construir la colonia desde cero, sin memoria ni identidad, salvo aquella que le provea el colonizador. Empezar de cero: este es el hilo con el que se teje el sueño común del colonialismo y la modernidad.
Toda ocupación es de por sí violenta y por eso el colono legitima con su asentamiento la violencia del genocidio. El colonizado, por el contrario, carece de un Estado y de milicias regulares con las que se pueda oponer en igualdad de condiciones a la violencia ejercida por el ocupador. En esta asimetría se funda la eficacia de la colonización, que se aplica con brutalidad en contra de mujeres, niños, niñas y adolescentes a quienes mata y encarcela de manera masiva. Entre 500 y 700 niños son detenidos cada año por tirarles piedras a la policía, los cuales son procesados en tribunales de guerra.
«El desplazado, a quien le han despojado de sus bienes y derechos, vive ese despojo como terror.»
La violencia es el lenguaje que el colonizador ocupa para imponer su régimen de terror en contra de la población civil. La violencia no persuade, es ciega y sorda, no razona ni dialoga. “Si no quieres ser víctima, huye. Si te quieres oponer, entonces muere”. Esa es la ley de la colonización.
No hay diferencias entre el piloto que bombardea un edificio residencial y el civil que ocupa el territorio expoliado, ambos quieren lo mismo: la desaparición del pueblo que antes lo habitaba. El desplazado, a quien le han despojado de sus bienes y derechos, vive ese despojo como terror.
El origen y la finalidad del terror se encuentra en el colono que se asienta en un territorio y lo reivindica como suyo. El genocidio se perpetra para que él pueda gozar de los derechos que se le negaron a otro ser humano, por eso habita una tierra regada de sangre y aunque diga que sus manos no han matado a nadie, otras manos tuvieron que matar para que su conciencia no lo remuerda en la noche antes de dormir. El buen colono no mata, paga impuestos para que el sistema burocrático y las fuerzas militares de ocupación hagan el trabajo sucio por él.
Este régimen de terror provoca la alienación del colonizado, que dirige su violencia contra sí mismo o contra sus semejantes. No sorprenden los altos índices de suicidio en la franja de Gaza, que se suceden a diario entre los más jóvenes. La única condición bajo la cual el colono está dispuesto a aceptar al colonizado es bajo la enajenación de sus derechos, sin papeles, sin pasaportes, cruzando puestos de control a diario, con arrestos administrativos, sin siquiera derecho a defensa.
Su deshumanización justifica el apartheid. Como el colonizado no tiene derechos, no requiere salud ni educación, por eso Israel ataca hospitales y escuelas, lo mismo que ambulancias con heridos. Y si la comunidad internacional reacciona ante el salvajismo de estos actos, entonces culpa descaradamente a la víctima. Ante el brutal ataque al hospital en Gaza el 17 de octubre, tanto Israel como la prensa hegemónica condenaron al unísono a Hezbolá de la masacre.
«La única condición bajo la cual el colono está dispuesto a aceptar al colonizado es bajo la enajenación de sus derechos, sin papeles, sin pasaportes, cruzando puestos de control a diario, con arrestos administrativos, sin siquiera derecho a defensa.»
Además del ataque sistemático en contra de la población civil, la destrucción de símbolos religiosos y todo aquello que trasciende la infraestructura es de vital importancia en esta misión, porque debilita la moral de la víctima y ahoga la mera idea de una sublevación futura. De ahí que mezquitas e iglesias sean blancos frecuentes de ataques israelíes.
Pero si la víctima se alza en armas en contra de la opresión genocida entonces es un terrorista. El colono justifica el genocidio por medio de un razonamiento tautológico: hay que exterminar a los terroristas porque son inhumanos y hay que exterminar a los inhumanos antes que se vuelvan terroristas. El colonizado siempre es sospechoso: no importa su conducta anterior, lo que importa es el crimen que puede cometer. Por eso es mejor matarlo antes de que lo cometa.
En una oportunidad, camino a realizar trámites laborales, el artista mapuche Bernardo Oyarzún fue detenido por la policía luego que se cometiera un robo en las inmediaciones. Fruto de esa experiencia de racismo policial surgió la obra Bajo sospecha (1997) compuesta por cuatro gigantografías que reflexionan sobre sobre la producción institucional del sujeto racializado. Ser indígena, al igual que ser negro, musulmán o palestino, equivale a ser criminal a priori.
La muerte de un civil es una tragedia. El genocidio, en cambio, no es solo la muerte de un grupo, es la destrucción de un mundo que atenta contra la humanidad en su conjunto. El genocida, al estar más allá del juicio y la ley en su falsa potestad de decretar la desaparición de un pueblo, desde la perspectiva del colonizado siempre merece la mayor pena concebible, porque su crimen atenta contra la existencia de su mundo.
Por otra parte, lo que nos enseña la historia del colonialismo es que el colono siempre va a condenar con la mayor violencia posible la resistencia del colonizado. Su poder tecnológico y militar son la prueba del desarrollo de su civilización y, por lo tanto, de su superioridad moral. Después de la incursión de Hamás en Israel todos los interlocutores tienen que pasar la prueba moral del colonizador: condenar en coro el salvajismo de los terroristas y repetirlo hasta el agotamiento como un mantra. La retórica es siempre la misma: condenar “sin ningún pero” la violencia, sin ningún matiz, de manera acrítica, olvidando la historia con su espesor.
«Como el colonizado es un sobreviviente, para él existir significa resistir. A diferencia del rac(ional)ismo del sujeto occidental, el colonizado existe desde el dolor y la rabia, él dice “grito, luego existo”. Existe cuando se organiza, cuando se subleva, cuando se defiende de la policía con piedras. El colonizado que enfrenta el genocidio sabe que va a morir. La pregunta es cuándo.»
Se condena al unísono la toma de doscientos rehenes israelíes, pero se olvida que los más de dos millones de palestinos que viven en la franja de Gaza -el mayor campo de concentración de la historia, ahora convertido en un campo de exterminio- también son rehenes del Estado de Israel. Se condena el ataque de Hamás a colonos israelíes, pero antes de dicho ataque 197 palestinos fueron asesinados en West Bank este año -donde Hamás no tiene control territorial- y donde entonces ya suman 91 nuevos asesinatos en solo dos semanas, y la cifra crece día a día. En la franja de Gaza ya se cuentan más de ocho mil muertos; más de tres mil son niños y niñas. Nada dice sobre esto el ventrílocuo del capital transnacional que financia los medios de prensa. El ataque de Hamás ahora es la excusa para que el Estado sionista de Israel destruya la franja de Gaza, previa luz verde de los Estados Unidos y la Unión Europea.
Como el colonizado es un sobreviviente, para él existir significa resistir. A diferencia del rac(ional)ismo del sujeto occidental, el colonizado existe desde el dolor y la rabia, él dice “grito, luego existo”. Existe cuando se organiza, cuando se subleva, cuando se defiende de la policía con piedras. El colonizado que enfrenta el genocidio sabe que va a morir. La pregunta es cuándo.
Para el colonizado la violencia no es un medio entre otros para conseguir la liberación de su condición alienante, por el contrario, la violencia forma parte de su existencia y su memoria como la sangre que corre por sus venas. Todo lo que ve a su alrededor está hecho de violencia: los muros fortificados que cercan el apartheid más grande del mundo, el desempleo rampante, la pobreza, la contaminación del agua, el corte de suministros básicos, el racismo estructural del Estado de Israel, la violencia brutal de la policía de ocupación.
Mientras el genocida no se atiene a ningún código humano, se le pide a la víctima que se deje masacrar en nombre de la humanidad. Que lo muerda la humillación, pero que no se oponga a ella. Que ni siquiera una maldición escape de su boca en el momento final de su muerte, porque eso probaría su barbarie y su barbarie justificaría su muerte; “Era un bárbaro, ergo está bien muerto”.
La intensa propaganda internacional de condena a los ataques de Hamas tiene como única finalidad legitimar el genocidio del pueblo palestino. El asedio total a la franja de Gaza se comete así ante el silencio cómplice de la comunidad internacional, que festeja y financia rebeliones de acuerdo con los intereses geopolíticos del capital transnacional y los intereses imperialistas de los EE. UU.
El mero concepto de guerra, en estas circunstancias, es un eufemismo para el ocultar el genocidio en marcha. La invocación del derecho a defensa de Israel es una excusa para borrar a Gaza del mapa, sobre todo si se considera que derecho a defensa del Estado colonizador es, por lo demás, un oxímoron. Se aprueba el terror del opresor mientras se condena la violencia cuando la ejerce el oprimido. Recuerdo el letrero que sostenía una niña en una manifestación frente al Capitolio de Texas en Austin: “La resistencia contra la ocupación es un derecho humano”.
En un medio deshumanizante la resistencia humaniza al oprimido, le devuelve su dignidad y su agencia. Todo acto de resistencia llevado a cabo en una situación colonial, de apartheid y genocidio no es violencia, es legítima defensa. Es un grito de rabia por el derecho a existir.