Pasado, presente y futuro son apodos del tiempo que pueden entorpecer la infinitud. En un mundo en que “[t]odas las angustias son idénticas. Todas embotan los días” (10), un sujeto enroscado sobre sí mismo se despliega en el tiempo de su propia vida, su voz se encuentra como espejo frente a la hoja y convive en el salto, en las convulsiones de su percepción más allá de las edades con las que se ha identificado. Hay algo en su ritmo que no encaja con el ritmo de la vida entera, por lo que se contorsiona íntimo, autorreflexivo.
El autor ofrece a sus lectores en forma de prosa poética un texto que viene bien leer en la costa, al borde de la cama, al costado de la mesa. El libro que hoy reseñamos, luego de dos años de su publicación, es una invitación a ejercitar la conciencia vital, a recordar que aquello a lo que ponemos atención es una decisión. El hablante observa sus procesos y dice: “[e]stoy asistiendo a la gestación de una conciencia propia cuyo parto tomará décadas (…) ¿De qué me pierdo cuando estoy perdido?” (17-18). A través de esta pregunta se levanta, en una de sus posibles lecturas, la inquietud por instrumentalizar nuestros sentidos y aunar todas las versiones del yo en función de una práctica meditativa a largo plazo. Nos invita, además, a reconocer formas de ser y transcender más allá del pensamiento de meta que la cultura de la competencia y de la autorrealización puede instaurar en nosotros, situando la atención en los procesos como convivencias armónicas.
“Mi esperanza es no tener nada en mente. Estar en el mundo y captar la nítida matemática de la naturaleza sometida al interrogatorio” (37)
Anteayer es un camino espiral hacia afuera de un cuerpo delimitado, humano, inquieto, cuerpo que ya no quiere resistir y que declara: “Mi esperanza es no tener nada en mente. Estar en el mundo y captar la nítida matemática de la naturaleza sometida al interrogatorio” (37), ejercicio que apunta hacia la búsqueda de una calma que solo atreverse a la disolución en la observación transcendental puede posibilitar.
Es una invitación a aprender del tiempo de la vida, de la naturaleza, del mar, para curar la violencia del tiempo humano, a que “[a]prendamos de las islas y el mar para que nuestra sombra crepuscular siga alargándose sobre estas latitudes cuando la carne haya sido olvidada” (39).
Anteayer
Juan Cristóbal Romero
La Calabaza del Diablo, 2015
44 págs.