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‘Las tentaciones de Eva’, monstruosa y grotesca, de Roxana Miranda Rupailaf

El cuerpo, como construcción histórica con dimensión simbólica, se sustenta en su naturaleza social. Esto quiere decir que cada sociedad lleva a cabo un proceso de construcción de la corporeidad como un lugar cimentado en distintos imaginarios, creencias y materialidades. Como diría Jacques Le Goff en Una historia del cuerpo en la Edad Media, la corporeidad es un eco de las ideas, de las representaciones, de las mentalidades, de las instituciones, de las técnicas y las economías de los tiempos en su particularidad. 

En el caso de Occidente, el relato normativo sobre los cuerpos ha estado vinculado estrechamente con el imaginario católico que lo sanciona en pos de su colonización. Me internaré en esta cuestión, acompañada del libro Las tentaciones de Eva (2003) de la escritora mapuche Roxana Miranda Rupailaf.  

El imaginario latinoamericano del cuerpo ha sido atravesado por los límites e imágenes del cristianismo europeo. Señala Martínez Sánchez, en su artículo Historia y antropología a propósito del cuerpo, que una de las mayores tensiones en la historia del ser humano ha sido la existente entre el cuerpo y el alma, y a su vez la tensión del cuerpo entre su valoración y su condena. La ideología cristiana reprime al cuerpo y justifica su humillación. En el caso de la bruja, por ejemplo, la demonología la caracterizó desde la época medieval como un cuerpo en oposición a la normalidad. Descrita como una secta de seres humanos desnaturalizados, las brujas habitan la estética del monstruo; la limitrofia entre lo animal y lo humano. El temor inculcado por la iglesia católica desde los rincones de Occidente ha acechado con especial audacia a las mujeres. El temor a la bruja se traduce, realmente, en el temor a la mujer; al peligro que habita en su sexualidad. Acusadas fueron de engendrar monstruos por sus apetitos excesivos (para más información al respecto revise este artículo). Sin embargo, este imaginario no hubiese ido tan lejos, si no hubiese contado con el apoyo del paradigma médico. 

En el poema “Fiesta” leemos:

Lunes femenino,
compañeras de histeria ¡gritemos!
La noche tiene melodías de sirenas.
Más whiski para las señoritas luminosas
del segundo piso.
La luna está mareada y canta rancheras en un rincón.
Las tres Marías están gordas y lloran en el infinito
(2017:14)

De forma muy sutil, la fiesta evoca un aquelarre, en tanto reunión de mujeres fuera de la norma. Sin embargo, la imagen de la bruja es desplazada a la histérica, arquetipo fundado en el supuesto trastorno de conversión asociado a lo femenino en un nexo biológico (procede de Hystéra, vocablo griego que refiere al útero). La voz poética pareciera resimbolizar el arquetipo pues, en lugar de proponer la normalización de los cuerpos, llama a la exacerbación de la voz y su irrupción en el espacio público. La bruja, la histérica, las “señoritas luminosas” se reconocen en el dolor común –que incluso comparten con las tres Marías- y ante la represión corporal a la cual ha sido situada la corporalidad de las mujeres, proponen la reunión como modo posible de organizar la realidad y las resistencias. 

Por otro lado, en el poema “Confieso” de Miranda Rupailaf se subvierte la idea de la mujer como encarnación del pecado y la transgresión:

Confieso
que maté a una flor por la espalda
y le disparé a la cigüeña.
Confieso que me comí todas las manzanas
y que suspiro tres veces
al encenderse la luna.
Que le mentí a la inocencia y golpeé a la ternura.
Confieso que he deseado a mis prójimos
y que tengo pensamientos impuros
con un santito.
Confieso que me vendí por dinero.
Que no soy yo
y que he pecado de pensamiento,
palabra y omisión
y confieso, que no me arrepiento.
(2017:45)

La voz poética se apropia de la imagen a través de la cual se ha sustentado el relato que coacciona los cuerpos femeninos. En esta identificación con Eva, se reapropia del espacio de lo sexuado como un territorio habitable por las mujeres —incluso más allá de la maternidad-deber, a través de la imagen de disparar a la cigüeña, tema que profundizaré en algún otro escrito dedicado a la configuración mariana en Las Tentaciones de Eva —. De este modo, desplaza la culpa para defender sus deseos, los cuales emergen con renovada valía. Esto nos permite pensar en la singularización de la sexualidad femenina por fuera de las categorías de lo pulcro, en contraposición de lo impúdico. “Que no soy yo”, recalca, negándose a cristalizar su identidad en torno al incumplimiento o la falla de las prohibiciones que han cercado la esfera personal de nuestros cuerpos. De hecho, la emulación del formato de la confesión católica parodia su fin último. No habla, entonces, por la búsqueda del perdón, sino más bien, por el ánimo de nombrar aquellas indisciplinas y proponer el desarraigo a los preceptos naturalizados sobre la proximidad y la intimidad. La oscilación entre la aceptación y la oposición de los dictámenes de la Gran Ley — como he de llamar al paradigma que aúna la ley del Padre del cristianismo, de la Historia y del psicoanálisis — dibuja un espacio alternativo, que permite pensar las identidades por fuera de los estereotipos y las identidades cristalizadas.  

Le Goff señala respecto al pecado original, fuente de la desdicha humana, que en el génesis figura como un pecado de orgullo y de desafío del ser humano hacia Dios. Sería recién en la Edad Media donde ese ideario se reconvertiría al pecado sexual (13). El cuerpo es el gran perdedor en el pecado. Por eso, insiste el historiador, la primera mujer y el primer hombre están condenados al dolor, al trabajo y a esconder la desnudez de su cuerpo. En el poema “Árboles” se escucha a la voz poética decir: Cuerpos desnudos por toda la ciudad. / Con el cordón umbilical atado a la tierra. / Con los brazos abiertos al beso del agua / y el éxtasis del viento que quiebra una a / una las gargantas. / Los árboles se mueren después de / haber saciado los deseos de Eva. 

Giuliano Bugiardini, 1475-1554: Adam, Eve (detail), ca. 1510.

Se instala la desnudez como un espacio de apertura y, posiblemente, de liberación del precepto de la amenaza de los cuerpos femeninos y la desconfianza instaurada en los sentidos y la proximidad. En este punto, quisiera destacar la relación que la voz poética establece con la tierra. En la unión a través del cordón umbilical, creo puede ser leída la presentación de un cuerpo grotesco, entendiendo éste como aquel que no puede ser percibido fuera de su cuerpo, de su comunidad y del cosmos. Como explica Le Breton en Antropología del cuerpo y modernidad, en las sociedades tradicionales no existe la distinción entre las materias primas que componen el espesor del mundo y todas aquellas que otorgan consistencia al cosmos. El cuerpo grotesco sería, entonces, aquel que está formado por salientes, protuberancias, que desborda vitalidad, se entremezcla con la multitud, indiscernible, abierto (31).  Esta configuración se opone a la idea del cuerpo moderno — y la prefiguración del cuerpo racional actual — como factor de individuación. La cultura europea moderna creó un cuerpo encerrado en los límites de la piel, es decir, al ser en la reducción anatómica a sus límites ostensibles. 

Ahora bien, no sólo los cuerpos con el cordón umbilical a la tierra me hacen pensar en el cuerpo grotesco. Anteriormente mencioné el poema “Fiesta”, en el cual el cuerpo de las histéricas se aunó a través del grito. La reunión y el vínculo empático se distancia de la figura moderna del cuerpo individual. Así también, en el poema inaugural de Las Tentaciones de Eva, leemos: “Háganse los peces, los animales, las aves / multiplíquense y habiten el reino de mis caderas. / Háganse las flores y los frutos / para simular la fiesta” (2017:9). Además de la reescritura en clave bíblica — Génesis, en este caso, como anteriormente sucedió con “Confieso” — veo a un cuerpo habitado por otros seres, muy parecido al paño pensado por Le Breton, el cual posee motivos y colores diferentes, pero no modifican en nada la trama común (8). Así también, en “Amanece” la voz poética enuncia: “Amanece / mi alma trina / tengo sangre en los soles carnales. (…) Tengo el volcán activo / en el sostén del deseo / y va quemando las plumas del tiempo. / Tengo las llamas del cielo (…) Soy una lloica de fuego” (2017:38). Destaco también parte de “Felinos”: “Llego a tus ojos / como la criatura nueva / de un animal-humano. / Desnuda. / Vine a dormir en tu sueño con mi sueño. / He vuelto del infierno / mis ojos aún llamean” (2017:41). Todo su cuerpo es animal, volcán y soles. Su fuego es también el de las erupciones, habita la indeterminación de las especies como modo de cuestionar lo humano.  

Uno de los mecanismos más poderosos con los que cuenta la voz poética para hacer frente al individualismo de la modernidad y, junto con ello, a la cristalización de su identidad en torno a las imágenes de la culpa y su peligrosidad monstruosa es liberar las pulsiones históricamente reprimidas por los cuerpos de las mujeres. Y hacerlo, nada más y nada menos, que en sintonía con la naturaleza, los animales y las otras mujeres, enfrentando, de este modo, la desvalorización de la comunidad en el advenimiento del cuerpo individual moderno. 

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