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Los otros mundos que están (todavía) en este

Ää: manifiestos sobre la diversidad lingüística de Yásnaya Elena A. Gil

Me movió el tapete se usa en México para indicar que algo o alguien te movió el piso. Este conjunto de ensayos me sacudió el empolvado tapete castellano y me asombré de no haber aprendido, en los 22 años que estuve en los Estados Unidos Mexicanos, alguna de las 365 variantes, pertenecientes a las 68 lenguas que se hablan en ese territorio donde en cambio estudié alemán y francés. La lengua 69 ya la llevaba conmigo, si bien es cierto que, como hablante de la zona centro de Chile, siempre percibí en el castellano que se comparte en México una lógica subyacente diversa. ¿Cómo le hace para estirarse sin desbaratarse hasta acoger los mundos que en él confluyen, las negociaciones del sentido en condiciones adversas? Percibo como principal consenso y recurso una conciencia de que el interlocutor puede ver las cosas de modo diferente al mío, y derivado de ella un afán por el bien decir, por el darse a entender. Resumiría el castellano de México como el derecho a pensar distinto, incluso de lo que se dice, al revés del castellano chileno, abstracto por su pronunciación esbozada, en el que todo se sobreentiende.

Otros tiempos

Quizás el acuerdo más difícil de lograr en México, según las gentes foráneas, es la hora que representa la expresión “ahorita”. Y esto que se le atribuye a una informalidad tal vez sea solamente una comprensión del tiempo distinta, originada en las lenguas oprimidas y convertida en una resistencia involuntaria. Pienso esto luego de leer el ensayo sobre el sentido del tiempo en Ayuujk: “Las lenguas como el mixe, el maya o el ruso son lenguas de aspecto, con verbos indiferentes al contraste entre pasado, presente y futuro. ¿Cómo sabemos entonces en mixe si una acción sucede en pasado o en futuro si el verbo puede seguir igual en su forma de manera tan campante? Lo sabemos por contexto o lo indicamos con otras palabras sin que se refleje en la forma misma del verbo”. Que un mismo espacio se vive en distintos tiempos es el contenido del lugar común México es muchos méxicos.

Otra educación bilingüe

¿Dónde estuve cuando estuve en México? ¿Estuve en otro lugar realmente, con respecto a Chile o en otro acento, otra modalidad de Estado neocolonial? Esta mirada volteada se me regresó como búmeran: ¿En qué país, verdaderamente, nací yo? El Estado chileno reconoce seis lenguas originarias: aimara, quechua, rapanui, kawésqar, yagán y mapudungun. Esta última ha ido ganando espacio público, ese que todavía está en castellano. Durante la revuelta social del 2019, a la que responde la nueva constitución rechaza, se escuchó el afafán, grito mapuche, coreado por la diversidad de manifestantes, y la convención constitucional para redactarla fue presidida por Elisa Loncon, activista mapuche de los derechos lingüísticos. Pero, como ella misma ha denunciado, el bilingüismo prestigiado sigue siendo inglés-español, o español –francés en segunda instancia– mientras que la relación del español con las lenguas indígenas promovida en la institución educativa más parece un saludo a la bandera. En ello coincide con Yásnaya Elena A. Gil: no es lo mismo educación bilingüe que educación bilingüe.

Yásnaya Elena cuenta que ella aprendió a leer español antes de hablarlo, o bien a “decodificar los valores fonéticos asociados al conjunto de letras que formaba cada palabra” en cuentos y poemas que memorizaba fingiendo comprenderlos, casi como una niña común y corriente nacida en castellano, forzada a adquirir el envase antes del contenido. Con la diferencia que esta niña estaba llena ya de ayuujk, cuyo envase, o escritura, solo pudo adquirir recién a los 20 años.  En ese proceso aprendió que una escuela bilingüe no es lo mismo que una escuela bilingüe: depende de cuáles sean esas dos lenguas y en qué posición estén. Aquella donde se hablan dos lenguas de Estado, es fuente de prestigio; aquella donde se habla una lengua de Estado y una comunitaria puede ser tan mirada en menos que le destinen un docente de otra lengua, y que se la hable solo mientras los alumnos logran adquirir la lengua oficial.

En el ensayo La censura de Babel Yásnaya le pregunta a sus amigos hispanohablantes en México por la primera vez que tomaron conciencia de que en el mundo habían lenguas distintas de su lengua materna y la mayoría identifica al inglés como ese primer otro, a diferencia suya, que creció en el pueblo mixe San Pedro y San Pablo Ayutla: “En mi caso, además de saber de la existencia del español, sabía del zapoteco y del chinanteco por los visitantes al mercado de mi pueblo”. Yásnaya subraya que “aun cuando en las grandes ciudades existen muchos hablantes de las distintas lenguas de México, los espacios urbanos de población hispanohablante son los que tienen menos información sobre la diversidad lingüística del país.” Esta observación ubica a la metrópolis, como lugar de intercambio, en la periferia de la comunidad.

“aun cuando en las grandes ciudades existen muchos hablantes de las distintas lenguas de México, los espacios urbanos de población hispanohablante son los que tienen menos información sobre la diversidad lingüística del país.”

Yásnaya Elenea A.

Otro exilio

Y si no estuve en otro Estado Nación radicalmente distinto, entonces tampoco viví un exilio radical en Suecia como lo creía: solo un cambio de una lengua dominante a otra. La primera vez que tomé conciencia de la diversidad en el exilio fue al leer Un refugio en la memoria: la experiencia de los exilios latinoamericanos en México (Eugenia Meyer y Eva Salgado), donde caí en cuenta que la distancia que separa a los exilios del centro y los del sur no se mide en quilómetros. Pero este libro me acerca a lo que es vivir con mi lengua proscrita en un territorio que abarca prácticamente todas aquellas ciudades que llamamos “nuestras”, de aquel continente que llamamos “nuestro”. Cuando mi madre, mi hermana y yo llegamos a Estocolmo, fuimos a un campamento donde se hablaba castellano. Durante los primeros años que pasé en Suecia, los de la adquisición del lenguaje, no hablé sueco –ni nada. A partir de que empecé a hablar –tardía y elaboradamente– en castellano, nadie me paró, porque los docentes de la guardería hablaban mi idioma y mis mejores amigas eran Nany, de Chile, Lolita, de Argentina y Guillermina, de Uruguay. Tampoco me faltó interlocución durante los meses que pasé en Florida, estudiando en el programa estatal English as a Second Language (Inglés como Segunda Lengua) con compañeros de Haití, Albania, Italia, Canadá francesa y Brasil.

Otra historia

Si la lengua oficial ha sido la punta de lanza del Estado para constituirse como tal, uniforme impuesto a las diferencias originarias, ¿por qué se esgrime la literatura y la lectura como un instrumento de paz, de evolución cívica? Porque no son lo mismo. La lectura es tal en tanto representa una escucha del otro, no la habilidad de decodificar caracteres. La escritura es tal en tanto expresión propia, no simulación. Y tanto la escucha como la expresión están atravesadas por la identidad: se producen ante todo en una lengua reconocida como propia o debidamente apropiada. Nos hicieron creer que “la palabra” era la escrita, y en la lengua oficial, que antes de ser la del Estado fue la de Dios. Escritura, lengua oficial, neoreligiosa, neocolonial, funcionan en el sistema educativo como sinónimos: en Chile la clase Lenguaje se sobreentiende que es en castellano y en México esa clase se llama Español.

Yásnaya Elena A. Gil se sobrepuso al triple desafío de aprender la lengua extraña, a escribir en ella, y a orientarse en una cultura extraña y hostil a la suya, establecida como la cultura oficial, hasta llegar a reconstruir en esa misma lengua la historia de una injusticia cometida en su nombre: “Al comienzo de la vida independiente de este país, aproximadamente el 65% de la población mexicana hablaba alguna de las lenguas indígenas, actualmente somos el 6.5%.” Una pensaría que debiera ser al revés. Que un país nacido con la necesidad de definir una identidad propia tendría que fortalecer su diversidad. Pero el proceso de formación de las naciones tomó la política de la uniformidad, la adopción de una sola lengua y de la cultura escrita, a imagen y semejanza de aquella de la que se acababa de independizar. En este proceso de fincar responsabilidades el Estado queda mal parado. Incluso peor que la colonia, donde, tras la violenta apropiación europea del territorio, hubo un periodo de aprendizaje de los idiomas locales, un tiempo de traducciones, diccionarios, negociaciones identitarias, impulsado principalmente por la evangelización. Hay que recordar que cuando los españoles llegaron a este continente estaban recién estrenados como tales: 1492 es el año en que se publica la primera gramática española. ¿Sería la necesidad de aparecer homogéneos ante los árabes en la península lo que convirtió en arma la variante castellana del latín imperial heredado por Roma? ¿Sería esa experiencia lo que marcaría el carácter bélico –la letra con sangre entra– de la castellanización de lo que se llamaría la Nueva España?

Como si fuera una relación amorosa –en consonancia con el letal amor romántico– al principio había un asombro y una aceptación de la diferencia que la costumbre, instalada sobre la posesión, tendió a eliminar, hasta que en 1770 el rey Carlos III escribiera: Que de una vez se llegue a conseguir el que se extingan los diferentes idiomas de que se usa en los mis dominios, y sólo se hable el castellano”. Y aunque su palabra era la ley, y con dinero, logró menos que las flamantes instituciones públicas donde los idiomas locales eran vetados, empezando por la escuela.

Tener con quien hablar

A mi tercer piso de Viña del Mar llegan más las sirenas de los bomberos, de las ambulancias o de los barcos, que las campanas. Cuando las escucho recuerdo México, pero no Monterrey, donde viví 10 años, sino Oaxaca, y en especial San Felipe del Agua, desde cuya iglesia me llegaba, además del sonido de las campanas, el anuncio por altoparlante de los antojitos que se vendían en el atrio. Podría afirmar entonces que yo he vivido en el país de las campanas. Otro de los ensayos contenidos en Ää: Manifiestos sobre la diversidad lingüística, justamente se refiere al timbre de las campanas, particular en cada pueblo, como origen de las variaciones del idioma mixe de una comunidad a otra, según la teoría de su abuela, referente permanente de la autora, a quien resalta en su conocimiento de la lengua y de la vida. 

Mi abuela era alemana. Aunque me sentara a su lado libreta en mano, dispuesta a aprender, nunca logré que me dijera una palabra en alemán. Ella lo hablaba con su hermano. Yásnaya Elena cuenta la historia de un amigo que cuando acompañó a su abuelo a otro pueblo se dio cuenta que hablaba un idioma extraño con sus amigos: así se enteró que era uno de los últimos hablantes de náhuatl de su comunidad. Es evidente que mi abuela no fue la última hablante de alemán, pero su caso refuerza que tener con quien hablar es más que hallarse cerca de otras personas que hablen el mismo idioma: es tener una comunidad donde hablarlo, compuesta por hablantes y por instancias, instituciones, acogedoras, desde ese idioma.

Al 2022, solo 20 lenguas son habladas por el 95% de la población mundial. 7000 lenguas aún se hablan en el mundo pero la UNESCO recuenta la desaparición definitiva de 25 a 50 lenguas maternas al año. Muchas de estas son lenguas de un territorio usurpado, pero como la lengua no se puede usurpar, solo se puede matar de tristeza, o dicho con un eufemismo: desincentivar. Yásnaya Elena va desde la denuncia más rotunda a la más sutil: “Nuestras lenguas no mueren, las matan. El Estado mexicano las ha borrado.” “A nuestras lenguas las matan cuando se venden y concesionan nuestras tierras, cuando asesinan a quienes las defienden” “Por medio de armas y de balas nos despojaron del manantial” Y por otra parte subraya que están en castellano la leche en caja, y la señalética: incluso aquella que da la bienvenida a un lugar, de manera tal que sus hablantes no son bienvenidos en su propio pueblo.

El derecho a ser incomprensible

Como alguien que nació en el lado fácil del monolingüismo, de padre y madre hablantes de una de las seis lenguas más habladas en el mundo, lo primero que llama la atención en este libro es esa doble Ää: sobria, con dos puntos arriba y otro más al lado, anuncio de que vamos a escuchar una voz distinta. No sé lo que significa y me toca aceptarlo, como primera condición para ponerme en el lugar de la autora, a quien nadie explicó el significado de la palabra “escuela”, escrita en castellano sobre la pared del edificio donde se suponía debía aprender a leer. 

El nombre de una persona, (Xochitl, del náhuatl flor); un lugar (Zirahuen, que los folletos turísticos del lago traducen como espejo de los dioses, y un franciscano deriva del purhépecha sirauani, humear); una deidad (Coatlicue, del náhuatl falda de serpientes); o de una fruta castellanizada (tomatl, del náhuatl agua gorda); mientras que la palabra chile se presta para sabrosos debates entre el náhuatl, el quechua y el aimara en que para unos es frío y otros caliente pero ambos coinciden en que termina en punta. Son contadas las palabras de las 68 otras lenguas nacionales de México que recuerdo de mi infancia en Tepoztlán, de mi adolescencia en Oaxaca y de mis largas estancias en Monterrey. Solo de Michoacán retengo el adjetivo purhépecha zapichu (pequeño) por la radio comunitaria de ese nombre que conocí en Angahuan. 

Fue en ese tianguis (del náhuatl tianguistli mercado) sin frutas que es Facebook donde me acerqué a Yásnaya Elena Gil, por sus memes y posteos breves, como vehículos de una curiosidad por todo y en particular por la palabra.  La primera vez, en ese intercambio, que tuve conciencia de su lengua, fue cuando le pedí que me tradujera un verso y me dijo que no. En realidad ni era su lengua ni supe yo bien el nombre de su lengua hasta que leí este libro. Exponerse a una lengua extraña, a la imposibilidad de entenderla, es una experiencia formativa y cívica elemental, para empezar a identificarla, a entenderse. 

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Conocer a Yásnaya Elena Gil primero como autora de Facebook, antes de validar su trabajo por su trayectoria académica en la UNAM o este libro mismo, es coherente con el abordaje editorial de Ää: Manifiestos por la diversidad lingüística, que integra el ámbito de las redes –lo breve, lo desprendido, fluido– a la quietud del papel. En cuanto al diseño, obra de Alejandro Magallanes, se agradece la frescura con que reinterpreta desde las artes impresas el universo digital. Así podemos ver detenerse a Twitter o  Facebook en el pensamiento de Yásnaya, y desmarcarse, desembarazarse de su marca, para entrar en el reino editorial de Almadía, alternadamente con una selección de artículos publicados en el sitio Este País. Una labor delicada realizaron los editores Ana Aguilar Guevara, Julia Bravo Varela, Valentina Quaresma Rodríguez, y Gustavo Ogarrio Badillo, quien me comentó por inbox “Fue un proceso muy complejo de 4 años de trabajo…creo que es complicado resumirlo aquí…”.  Aventuras similares tal vez realizarán en el futuro o en el presente extendido buceadores editoriales entre páginas archivadas en sistemas discontinuados; (me gustaría comprar la versión en audiolibro, para agregar el tono de voz a las riquezas de estas palabras, y saber cómo se escucha un tuit). 

En busca de la buena poesía

Yo llegué al problema de la diversidad lingüística a través del más mío de mis problemas, que es la poesía. Cuando Yásnaya Elena se desmarca de la etiqueta poética colgada de las lenguas indígenas, tiene razón. La poesía no depende de una lengua poética, si no de la manera en que esa lengua traduce el mundo. Y el mundo es mundo solo si es muchos mundos. En la traducción, esa traidora y fiel compañera, la poesía finca la esperanza de una nueva forma de nombrar al mundo, la esperanza de renovarlo mediante la palabra. 

Debo reconocer que empecé a darle importancia a la diversidad lingüística no por una empatía hacia el otro hablante, hacia la otra situación del hablante, nacido en una lengua oprimida, sino por una preocupación particular: ¿por qué no encuentro en este país más literatura que me fascine, como Sor Juana Inés o Juan Rulfo, que me alucine, como María Sabina, aún mal traducida? ¿Por qué no me deslumbra como la música, la comida, las artes plásticas, la alfarería? ¿Por qué es solamente igual de buena –aunque más vasta– que la de otra nación colonizada de menor tamaño y diversidad, la mía? ¿Cómo sería la literatura “latinoamericana” –¿abyayalina?– si el castellano comunicara todas esas lenguas que oprime en el continente, dejándolas respirar, es decir, derrocando el monolingüismo? 

Por ahora la histeria es el género literario de moda, la interacción en todas direcciones, compitiendo por la atención hasta obtener de ella la misma migaja de amor, hasta formar con la interrupción constante de alegrías, asombros, enojos, tristezas, trivialidades e importancias una continuidad donde se abren paso pocos textos completos, contextos. La histeria es el nuevo cedazo, la atención sometida a la atención, pose, selfie, y voyerismo intercalados con auténtica necesidad de compartir. Textos capaces de salir a flote y navegar esta corriente, e incluso ayudarnos a timonear se reúnen en Ää: manifiestos sobre diversidad lingüística de Yásnaya Elena A. Gil.


Referencias

Gil, Y. E. A. (2020). Ää: manifiestos sobre la diversidad lingüística. Almadía Ediciones.

Meyer, E., & Salgado, E. (2002). Un refugio en la memoria: la experiencia de los exilios latinoamericanos en México. UNAM.

Stavenhagen, R. (2002). La diversidad cultural en el desarrollo de las Américas. Los pueblos indígenas y los estados nacionales en Hispanoamérica. Serie de estudios culturales, (9).

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