Hablar de naturaleza es un acto de desvinculación inmediato entre lo humano y lo otro. Como si se tratara de algo prístino, es decir, no intervenido por nosotres. Convengamos en que la primera herida auto-infligida en muchas de las lenguas que hablamos como especie ha sido esa disociación, que se ha extendido a través de siglos y territorios mediante las diversas expresiones que tiene el fenómeno de la colonización. Es, asimismo, este proceso lo que nos ha conducido a constituirnos como una fuerza geológica: las expresiones de nuestras potencias vitales modifican y condicionan al planeta y sus ciclos habituales —no solo del clima, sino también de las glaciaciones— con todo el horror que eso implica. Y, si bien solo hace un par de décadas se empezó a hablar de cambio climático en las instituciones educativas, esto no parecía más que otro contenido distante de la vida real, y hace poco tiempo se ha masificado el uso del concepto de crisis climáticas como una manifestación lingüística más sensata frente a la acelerada mutación de nuestro mundo.
Una lectura que hace frente al ecocolonialismo
Este verano me encontré con una lectura que de seguro me acompañará por mucho tiempo y que espero que más personas puedan conocer. Se trata de Fresh banana leaves de Jessica Hernandez, científica indígena de pueblos de Guatemala y México, residente en Los Ángeles, Estados Unidos. Ella, desde la sabiduría de sus ancestros, desde la problematización de la latinidad, de la conservación, de los roles de género y más, conduce a sus lectores por las rutas sanadoras de una ciencia indígena. Su propuesta frente al ecocolonialismo es decolonizar, revolucionar, indigenizar. Para ello, la autora vuelve constantemente a un potente relato de su padre acerca de las hojas de banano, como un ejemplo de protección mutua entre la planta y él en contexto de guerra.
Sin duda, hay un montón de ideas que Jessica comparte en las que me encantaría ahondar, pero dejo la invitación a buscar sobre ella y continuar abriendo conversaciones. De momento, me refiero a ella cuando emplea el concepto de duelo ecológico para designar el horror que nuestra disociación de todas las otras formas de vida —también llamados parientes— ha provocado en el planeta. La autora explica que las comunidades indígenas son las que experimentan duelos más intensos, dado que se reconoce a todas las formas de vida como una parte integral de los ecosistemas e indisociable de las personas, de modo que cuando se ejercen prácticas extractivistas ocurre un verdadero y brutal duelo, como si perdiéramos en tan solo unas horas a muchísimas mascotas o criaturas queridas. Un duelo que consigo se lleva también una parte de nosotres [p.61].
Y esto no es siquiera una metáfora, sino un fenómeno fácilmente observable. Para abordarlo, Jessica habla de la milpa en México, un sistema agrícola ancestral armónico que se basa en principios de biodiversidad y reciprocidad: el maíz, el trigo, los hongos, las personas, constituyen el peculiar ecosistema y cultura de la milpa, un concepto que occidentalmente puede ser difícil de entender, dada la distancia que se inculca entre lo humano y lo no humano:
Las milpas son sistemas sostenibles de maíz, pero a diferencia de los campos de maíz de Estados Unidos, las milpas son pequeños sistemas agrícolas generativos que datan de nuestros antepasados, una antigua forma tradicional de cultivar que nuestras comunidades indígenas han sostenido mucho antes de que los colonizadores introdujeran sus procesos agrícolas extractivos. Las milpas también crean pequeños ecosistemas para otras plantas como frijoles, calabazas y animales pequeños que nuestros pueblos indígenas consumen [p.59]
La milpa es balance, interacción, historia, nutrición e incorporación. En otros casos, como en el cultivo de salmones en el sur de Chile, la pesca de arrastre, las industrias madereras, el cultivo de paltas o la minería, la relación con los respectivos ecosistemas es violenta con todas las formas de vida que los constituyen, tanto humanas como no humanas.
Hay una falla en la proporción tiempo/cariño, una falla que se propaga pese a nosotres mismes. Un dolor punzante que tajea cuerpos, aguas y montañas, llamado ecocolonialismo. Además de esto existen también un montón de prácticas elementales como la presencia, la escucha, las preguntas y la gratitud. Pensar en el suelo que nos sostiene, en las partículas de agua que avivan nuestro cuerpo, los alimentos que nos articulan día a día, el condicionamiento de nuestras actividades en torno a la luz, la transformación de los árboles o los minerales en conjunto con nuestras propias prácticas son solo pequeños ejemplos de cómo realmente somos con todo lo que existe.
Danzas climáticas para Apu Wamani
Al cabo de unos meses de haberme encontrado con esta maravillosa lectura, que pude aprovechar junto al bosque y al mar, y a días de haber vuelto de mi territorio a la capital, se llevó a cabo el laboratorio Danzas climáticas, que se planteó como una forma de intercambio entre la artista visual y escénica chilena-mexicana-austríaca Amanda Piña en contexto de la presentación de su obra homónima y quienes pudimos adherir a la convocatoria. Tanto el laboratorio como la obra se llevaron a cabo durante las primeras semanas de marzo de este año en GAM.
Danzas climáticas es parte de la investigación de Amanda Piña, llamada Movimientos Humanos en Peligro, que aborda el duelo ecológico que estamos viviendo, con especial énfasis en el desastre minero ejercido en el Cerro El Plomo/Apu Wamani. En este proceso, la artista integra relatos biográficos, prácticas ecosomáticas y elementos de danzas Masewal —Puebla, México—. Paralelo al montaje de esta obra decolonial, la artista suele ofrecer un taller en cada territorio en que la presenta, cuyo espíritu es entrar en una práctica decolonizadora desde aquello que llamamos danza.
En estas sesiones exploramos distintos modos de conexión y decolonización mediante ejercicios de respiración, tacto ancestral, relato, trance y más. Al cabo de estos días de laboratorio, la obra tuvo cuatro funciones en que nuestras danzas fueron ofrendas de gratitud, resistencia y compromiso. Algunas de las ofrendas que conducimos mediante nuestras danzas fueron: por la microvida, la descomposición, por la memoria de quienes han destinado su vida a la defensa y el cuidado de las distintas formas de vida, por las aguas del lago Villarrica, por el ecosistema del humedal Angachilla, por volvernos amigues del silencio y de la escucha, por las madres y ancestras, por la antigua memoria del planeta, por agradecer nuestra capacidad relacional para sanar los legados heridos y aquellos linajes que se niegan a sí mismos, por la continuidad de nuestros aprendizajes y nuestro compartir durante estos días, por todas las personas que ofrendan su danza y su movimiento a la tierra, por la posibilidad de tener cuerpo y poder moverlo, por la presencia, por juntarnos, por continuar con esta sensibilidad fuera de este encuentro.
Ya en escena, la obra se plantea transparente y firme, como agua de montaña. Mágica, apelativa, fuera del tiempo. En un principio, la artista habla directamente al público contándoles sobre el proyecto minero Los Bronces Integrado de la empresa Anglo American, desde una perspectiva biográfica, ancestral y territorial a la vez. Al momento en que fue presentada, la expansión de la mina había sido desacreditada mediante el Estudio de Impacto Ambiental [EIA], lo que significaría el cese de la explotación de una zona de glaciares, cuerpos de agua ancestrales que, en este caso, son cruciales para el flujo de agua en la cuenca de Santiago y todo lo que eso significa: ecocidio. Evocando los saberes que comparte Jessica Hernandez sobre la milpa, quitarle a la montaña y no cuidar de ella como si no nos constituyera es catalizar nuestro propio duelo. En esta misma sintonía, Danzas climáticas decoloniza, revoluciona, indigeniza. Y esa potencia no puede serle arrebatada aun cuando las crisis climáticas se agudicen.
Durante las últimas semanas de abril se aprobó el proyecto de expansión de Los Bronces Integrado por el Comité de Ministros, que hace casi un año ya había sido rechazado por el Servicio de Evaluación Ambiental [SEA], bajo la justificación de que el estudio no aportó suficientes pruebas sobre el riesgo que implica. Actualmente, en la televisión abierta, en Metro de Santiago, en las pantallas del aeropuerto y en YouTube, se visualiza persistente y, no es de extrañar, simulando nobleza, la publicidad de Anglo American, sostenida en un planteamiento semiótico de identidad sustentable —con especial mención a la innovación, energías renovables, reutilización—, al servicio de la gente.
Esta no será la última vez que un proyecto de estas características zafe de ser vetado. Esta no será tampoco la última vez que aquello que llamamos artes confíen en la potencia que se acrecienta en su intimidad y que ebulle al ser compartidas en distintos formatos. Como dice Amanda en su obra: “tenemos que hacer algo”. La invitación es así de amplia; así también nuestra persistencia.
Nuestra escuela y nuestra pedagogía corresponden a todo lo que existe, especialmente a todo aquello que existe antes de la humanidad —que es tan reciente—. Significa disponerse a aquello que la montaña, que los glaciares, que los hongos, y tantas otras formas de vida, sean nuestros maestros, y que como tal, sostengamos una actitud de respeto hacia ellos. Es cierto que habiendo nacido en esta época y en este sistema es imposible sostener vidas que no impacten violentamente a otras mediante la constante transformación de la materia que ejercemos los seres humanos, que es difícil desplegar rutas éticas y coherentes con esa forma de respeto de la que hablamos, sin embargo, existen muchas prácticas aún posibles en nuestras vidas que sí son ejecutables. La experiencia de Danzas climáticas no es una respuesta, pero sí una posibilidad. Y eso es todo lo que necesitamos para seguir.
Referencias
Hernandez, Jessica. Fresh banana leaves. Healing indigenous landscapes through indigenous science. Berkeley, California: North Atlantic Books, 2022.
nadaproductions.at