“No soporté verlo así, borracho de dolor,
agitándose suspendido y frágil entre ambas casas.
Asustada, lancé los brazos hacia su padecimiento
que, en la mordida, logró herirme”
Conocí a Kutral Vargas Huaiquimilla primero como amiga de una amiga, después como cómplice ocasional y, finalmente, como profesora. Fue en un taller que ella impartía donde me reencontré con una forma de escritura distinta a la que había practicado hasta entonces. Era un lenguaje vasto, lleno de diccionarios enteros y de adjetivos que, lejos de sobrar, enriquecían. Era una reapropiación del lenguaje, una invitación a perderse en su amplitud. Comienzo con esto para decir que su última novela, La performance de la sangre, es extensa en todos los sentidos.
Dentro de la novela encontramos todos los elementos: una historia con pasado y pistas suficientes para intuir un futuro, una devoción por sus personajes y su complejidad. Estas construyen un universo específico en el que una protagonista trágica emprende un viaje, tanto interior como exterior, que la transforma. Incluso hay una historia de amor entre medio.
La extensión de la novela también se percibe en su inscripción: es un texto que dialoga, sin caer en elitismos o sobreintelectualizaciones, con la escena y tradición del arte nacional. Podemos leerla como una novela de artista: una mujer inteligente nos muestra su proceso; sus bloqueos, su pasado, cómo busca materiales para su obra en su vida cotidiana, cómo su biografía se cuela en sus decisiones creativas, sus alianzas y gestiones, sus ventas y sus hombres, cómo se hizo a sí misma, etc. Eso sí, una artista pobre, una artista que vende pan afuera del hospital y registros fotográficos de sus performances a alemanes con dinero y culpa. Y sirviendo.
En el siguiente texto intentaré destacar tres rutas posibles de lectura, aunque su alcance parece ilimitado. Primero, desde la poesía y su capacidad de plasmar una sensibilidad trágica que da cuerpo a los dolores de la protagonista; un “corazón de poeta” que percibe las fisuras de la identidad en cada experiencia y expone el sentimiento más crudo de la novela. Luego, el tono pop que permea la obra, desde referencias a la fiesta y la evasión hasta la exploración de vínculos obsesivos, que conjuran una escena millennial donde la precariedad se enfrenta al glamour vacío del neoliberalismo. Finalmente, una lectura desde la piedad, en la que la protagonista conecta con sus raíces, su linaje y sus pérdidas a través de un amor tan doloroso como redentor.
Con un tono entre el lamento y la resistencia, La performance de la sangre ofrece, para quienes llevan marcas similares, un espacio de sanación y memoria.
Es tan confuso, a veces, tener corazón de poeta.
“En realidad, nunca me acercaba demasiado a esos espacios por el temor a que algo como esto ocurriera; cuidaba públicamente la moral de una lucha que me parecía justa y en la cual mis vicios no podían estar en el medio.”
Este libro nos habla a todas: a las académicas y las poperas; a las literatas y las del tecno; a las que escriben poemas y a las que organizan fiestas. Se distingue un esfuerzo de lectura y dominio minucioso al construir una narrativa genuina, que responde a una escena intelectual con la justa pretensión para no caer en falsa modestia (o ignorancia), pero sin volverse una perorata críptica e insufrible sobre dónde fijar la mirada en la “escena local”. No es un llamado a pensar en los espacios ignorados; es la voz de ese espacio ignorado que ha logrado colarse, travestida, en la mesa de las grandes ferias de arte. Es una escritura con calle, el santo grial de quienes pagan doctorados y son publicadas en grandes editoriales.
La novela transcurre en una Valdivia exagerada, una hipérbole similar al Chile de Diamela Eltit en Los tarjadores de la muerte o a las calles alucinógenas en Guerra florida de Daniela Catrileo, un presente distópico de una patria trastornada. Aquí se combinan dos elementos: una apuesta por la ficción especulativa y una confianza en la metáfora cruda. La autora nos ofrece imágenes familiares, pero distorsionadas a su antojo, lo que nos obliga a enfrentarnos con los aspectos más oscuros de nuestra actualidad. Como valor añadido, está el tono pop que filtra las imágenes en un ritmo cinematográfico. La escritura es ambiciosa y estilizada, sin dejar de ser absurda, integrando el sinsentido de la precariedad en la que la protagonista y sus aliadas se han forjado.
Destaco el “corazón de poeta” que habita en la novela, porque creo que es la poesía lo que permite esta escritura: una prosa madurada en el tiempo, rumiada, que prioriza una imagen antes que una tesis. Es la poesía lo que permite esa entrada. El lenguaje fluye ferviente por las páginas, y aunque las manchas que deja no son casuales, nos invita a configurarlas y confundirnos. A ver terror o belleza, como ojos brillantes en medio de la oscuridad.
El tecno salvó mi vida
“Vendo pan y acumulo la rabia de antepasados que han hecho lo mismo que yo, amasar con rabia las madrugadas de la diáspora mapuche que hizo parte de su fama nutriendo las tripas de un país que les ha robado.”
La narradora, que cambia solo en una o dos escenas, es una artista sin nombre pero de cierto renombre (al menos en registros policiales). Llena su relato de historias que acompañan y dan sentido a las narrativas y motivaciones de los personajes, agregando una perspectiva panorámica: a medida que exploramos las intimidades de los personajes, se nos ofrece una visión global.
La novela comienza con la caída del muro. Desde ahí se construye el presente de la protagonista, interrumpido por fotografías de su pasado que emergen de capítulo en capítulo. Cada flashback está acompañado de un contexto temporal, de algún acontecimiento oscuro de la prensa internacional o local. Esta estructura rítmica nos sitúa en un centro, como si el territorio fuera un catalizador sociopolítico, evocando una televisión o radio que suena como ruido de fondo constante en su infancia. Nos muestra cómo se sobrevive en medio de la precariedad y la exposición al lujo sin límites del libre mercado. Cada noticia, que podría ser un espectáculo morboso para los medios, se inscribe en el recuerdo de nuestra artista.
Este mundo reconciliado —que empuja a Chile hacia su propia reconciliación— maldice a la narradora con un dolor difícil de rastrear. El pasado, marcado por la pobreza de la dictadura y el racismo perpetuado por el Estado chileno sobre ella y su familia durante generaciones, no encaja en la alegría que se promete. Hay culpa y horror en el territorio que habita; un dolor traspasado que ahora brota furioso en medio de la convulsión y el asedio policial. La historia se repite, y lo heredado no se hurta. ¿Qué podría hacer ella con todo este dolor, este resentimiento, que no fuera devenir terrorista? Sin embargo, elige el Arte y otros placeres autodestructivos.
La fiesta aparece aquí como el desahogo contradictorio de una clase trabajadora en el neoliberalismo millennial, donde la evasión es lo más cercano al ocio creativo que se puede alcanzar. Nos corresponde encontrar belleza en rincones oscuros y esquinas indebidas, distorsionar la mirada y olvidar. Porque, para encontrar goce estético, primero debemos aplacar el grito de los muertos y desaparecidos cuyos cuerpos pavimentan la ciudad. La serenidad nocturna se desvanece como opción entre los fantasmas, y se vuelven imprescindibles las pastillas y el sonido ensordecedor de los parlantes para exorcizar el dolor; la anestesia se convierte en lo más parecido a soñar.
Mi debilidad por los enfermos
“Él era una idea y una herida que yo misma estaba ayudando a gestar; no podía anticiparme a un final posible, porque desde mi infancia ya era adicta a verme en el filo de algún peligro, ansiosa de escapar.”
La comediante y guionista nacional Paloma Salas dijo una vez: “Nada aman más los homosexuales que una mujer alcoholizada al borde de la muerte”. Nuestra protagonista es una diva trágica sin un pelo de tonta, pero con una extrema debilidad por lo que ella misma alguna vez llama un “avión enfermo”. Su forma de amar la empuja a buscar la herida en sus amigas y enemigas, e incluso en Pablo, infiltrado, cazador, amante y víctima, con quien juega a ser la versión sudaca de “Sr. y Sra. Smith”. Su love language se configura a través de tres figuras clave que actúan como símbolos de su historia: Carmen, su madre; el amante desaparecido de Carmen; y Abel, el perro de su infancia.
Carmen lo es todo. En la mente artística de nuestra heroína, ella es la matriz, un molde cuyas formas explican y predicen su vida y su arte. Es el reconocimiento de los rasgos compartidos y la amenaza de las imperfecciones heredadas lo que evocan en ella la admiración transformista de este primer homenaje drag. La madre es no solo el molde, sino también la musa. Aparece luego el hombre esquivo de Carmen, a quien ella amará con la misma o mayor devoción que a su progenitora, alimentando la fantasía que justifica su desaparición. Este hombre, cuyo escape coincide con un trágico accidente aéreo que le sirve de cortina de humo para su estafa, le concede a nuestra diva la ficción trágica: no es que los hombres nos abandonen, es que mueren en la guerra.
Finalmente, está Abel, el perro cuya muerte la sumerge en el dolor por decisión propia. Su partida es un bautizo amargo en el que ella nada y del que emerge renovada. Esta relación sacrificial los persigue: en su primer encuentro, ella lo rescata de los alambres en un intercambio de dolor y sangre. Abel le transfiere la “marca canina” que llevará de ahora en adelante y que le permitirá reconocer a sus semejantes.
Ella se obsesiona con Pablo, este ser peligroso en quien busca un dolor por sanar, una explicación romántica para su labor de infiltrado, porque ella, herida también, no es capaz de creer que alguien la ame. «Él busca algo en mí que no poseo, él está confundido, él está atrapado; yo seré también su maldición.»
La autora nos ofrece una diva incompleta que, en pleno proceso de transición, solo se entrega a un amor tierno con sus doctores. Ella es la directora creativa y los doctores sus artesanos, tramoyas que van moldeando un cuerpo capaz de sostenerla. Esta metamorfosis identitaria, que la hace pensar en su extinción, plantea la pregunta: ¿qué es lo primero que se abandona? En esta historia ella reconoce, como su madre, ser la última de su linaje. Este libro, sin embargo, es un puente, un cordón umbilical hacia lectoras con la misma cicatriz: una madre en papel para nuevas perras cachorras huérfanas que necesitan una nodriza.
